domingo, 16 de marzo de 2014

Versionando ´Rayuela' (Capítulo 68)

Rayuela - Capítulo 68. Julio Cortázar


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.



  • A continuación crearé mi propia versión del capítulo 68 de Rayuela tratando de darle un significado a las palabras y la comprensión que tuve de él.

Apenas él llamaba a su amada, a ella se le aceleraba el corazón y caía en sus ojos, en salvajes sentimientos, en sustanciales fragancias. Cada vez que él intentaba cruzar el enrejado, se enredaba en un mural quejumbroso y tenía que caer de cara al rosal, sintiendo como poco a poco las espinas se le enterraban, se iban introduciendo y rompiendo, hasta que el hombre quedó tendido como el viejo mueble de un ancianato al que se le han dejado caer las agujas de las jeringas. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se mordía los labios, consintiendo que él se aproximara suavemente a sus aposentos. Apenas se encontraban, algo como un paro al corazón los unía, los juntaba, los removía, de pronto era el rechazo, la inaguantable inseguridad de la mujer, la extenuante incomprensión del orgullo, los sentimientos de indecisión a pesar del sobrehumano esfuerzo. "¡Maldición!, ¡Maldición!, por vos he pasado la cresta de este muro", se sentía enfurecer, estremecer y perecer. Temblaba su cuerpo, se le vencían las piernas y todo se resumía a un profundo pánico, en incertidumbre de obtener respuestas, en caricias casi crueles que los separaron hasta el límite de sus muertes.

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